Cabellos de oro y la familia de osos resumen


Cierto día, una niña a la que por su hermosa cabellera rubia llamaban Cabellos de Oro, fue a dar un paseo por un gran bosque que había junto a su pueblo.

Estaba cantando alegremente y recogiendo florecillas cuando, de pronto, se puso a llover. Cabellos de Oro echó a correr, buscando cobijo, y vio a los lejos una acogedora casita en medio del bosque, hacia la que se dirigió.

Al llegar gritó y llamó a la puerta, pero nadie salió a abrir. Cabellos de Oro probó a girar el picaporte, y la puerta se abrió: no estaba cerrada con llave. La niña entró y vio una mesa con tres platos humeantes: uno grande, otro mediano y otro pequeño. Frente a cada plato había una silla cuyo tamaño se correspondpía con el plato: la primera silla era grande, la segunda mediana y la tercera pequeña.

Cabello de Oro tenía tanta hambre que se acercó a la mesa y, al ver que los platos estaban llenos de gachas, empezó a comer del plato pequeño, sentándose en la silla pequeña.

Cuando lo hubo vaciado, se sentó en la silla mediana y se comió la gachas del plato mediano, y, finalmente, se sentó en la silla grande y vació el tercer plato.

- ¡Qué buenas estaban! – exclamó la niña -. Pero ahora me ha dado sueño…

Subió unas escaleras y llegó a una habitación en la que había tres camas; una grande, otra mediana y otra pequeña. Se tumbó en la cama pequeña y se quedó dormida.

Al rato llegaron los dueños de la casa, que eran una familia de osos: papá oso, mamá osa y su hijo osito.

- ¡Se han comido mi sopa! – exclamó papá eso.

- ¡Y la mía! – dijo mamá osa.

- ¡Y la mía también! – gritó el osito.

Subieron corriendo a la habitación y, al ver a Cabellos de Oro dormida, dijeron:

- ¡Qué niña tan linda!

Cabellos de Oro se despertó, pero no se asustó al ver a los osos, pues le gustaban mucho los animales. Como sabía cocinar muy bien, les hizo un gran pastel para compensar las sopas que se había comido, y desde aquel día fue muy amiga de la simpática familia de osos.
Fin
Cuento de cabellos-de-oro-y-la-familia-de-osos-resumen

Bambi Resumen


Érase una vez un bosque donde vivían muchos animales y donde todos eran muy amiguitos. Una mañana un pequeño conejo llamado Tambor fue a despertar al búho para ir a ver un pequeño cervatillo que acababa de nacer. Se reunieron todos los animales del bosque y fueron a conocer a Bambi, que así se llamaba el nuevo cervatillo.


Todos se hicieron muy amigos de él y le fueron enseñando todo lo que había en el bosque: la flores, los ríos y los nombres de los distintos animales, pues para Bambi todo era desconocido.

Todos los días se juntaban en un claro del bosque para jugar. Una mañana, la mamá de Bambi lo llevó a ver a su padre que era el jefe de la manada de todos los ciervos y el encargado de vigilar y de cuidar de ellos.

Cuando estaban los dos dando un paseo, oyeron ladridos de un perro. “¡Corre, corre Bambi! – dijo el padre – ponte a salvo”. “¿Por qué, papi?”, preguntó Bambi.

Son los hombre y cada vez que vienen al bosque intentan cazarnos, cortan árboles, por eso cuando los oigas debes de huir y buscar refugio.

Pasaron los días y su padre le fue enseñando todo lo que debía de saber pues el día que él fuera muy mayor, Bambi sería el encargado de cuidar a la manada. Más tarde, Bambi conoció a una pequeña cervatilla que era muy muy guapa llamada Farina y de la que se enamoró enseguida. Un día que estaban jugando la dos oyeron los ladridos de un perro y Bambi pensó: “¡Son los hombres!”, e intentó huir, pero cuando se dio cuenta el perro estaba tan cerca que no le quedó más remedio que enfrentarse a él para defender a Farina. Cuando ésta estuvo a salvo, trató de correr pero se encontró con un precipicio que tuvo que saltar, y al saltar, los cazadores le dispararon y Bambi quedó herido.

Pasado el tiempo, nuestro protagonista había crecido mucho. Ya era un adulto. Fue a ver a sus amigos y les costó trabajo reconocerlo pues había cambiado bastante y tenía unos cuernos preciosos. El búho ya estaba viejecito y el conejito Tambor se había casado con una conejita y tenían tres conejitos. Bambi se casó con Farina y tuvieron un pequeño cervatillo al que fueron a conocer todos los animalitos del bosque, igual que pasó cuando él nació.

Vivieron todos muy felices y Bambi era ahora el encargado de cuidar de todos ellos, igual que antes lo hizo su papá, que ya era muy mayor para hacerlo.

Fin
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los musicos de bremen resumen


Érase una vez un hombre que tenía un burro que durante muchos años le había prestado un servicio llevando arriba y abajo toda clase de pesados cargas. Pero el burro se hizo viejo y el amo decidió venderlo; el animal, disgustado por esa actitud tan desagradecida, se escapó y se dirigió hacia la ciudad de Bremen.


Por el camino, el burro se encontró con un perro al que su amo había echado de casa.

- Ven conmigo a Bremen – le propuso el burro, y el perro le siguió.

Poco después encontraron a un gato viejo y abandonado, y le dijeron que les acompañara, y más adelante se les unió un gallo que tampoco estaba contento con sus dueños.

Estaban cruzando los cuatro animales, con el burro a la cabeza, un bosque que había antes de llegar a Bremen, cuando vieron brillar una luz a lo lejos. Se acercaron y descubrieron que se trataba de una casa. El gato se aproximó para dar una ojeada y al volver dijo a su compañeros.

- En esa casa hay unos bandidos que se están dando un banquete.

- Esa comida nos vendría bien a nosotros, que estamos hambrientos y cansados – dijo el burro-. Los cuatro tenemos buena voz, así que os propongo que les demos un concierto a esos bandidos.

Y así lo hicieron; el perro se subió encima del burro, el gato encima del perro y el gallo encima del gato, y luego el burro se dirigió a la ventana de la casa de los bandidos. Una vez allí, los cuatro animales empezaron a hacer ruido todos a la vez: el burro se puso a rebuznar, el perro a ladrar, el gato a maullar y el gallo a cantar, los cuatro a gritos.

Ante este inesperado convierto, los bandidos huyeron aterrados, pensando que se trata de una bruja u otra ser temible. Los cuatro animales entraron en la casa por la ventana y se dieron un gran festín.

- No podemos quejarnos – decía el burro-, nos han pagado bien por nuestra música.

Y tan a gusto se encontraron el burro y sus amigos en la casa del bosque, que cuentan que allí siguen todavía los cuatro, espantando con sus conciertos a quienes intentan molestarlos.

En cuanto a los dueños de los animales, bien pronto se arrepintieron de haberlos tratado injustamente, pero nunca supieron dónde hallarlos.

Fin
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el-castillo-misterioso


Chanchete y Conejito, habían heredado un hermoso castillo; por este motivo, llegaron un día a las puertas del hermoso edificio.
Cada uno, llevaba el correspondiente equipaje, porque tenían decidió quedarse a vivir en su flamante castillo.
Chanchete, vio de pronto un letrero que le dejó atemorizado. Y se puso a temblar.
- Amigo Conejito: nunca me han gustado los fantasmas. ¿Y, a ti…?
- Caramba…, yo he leído que eso de los fantasmas es mentira.
- ¿Será verdad lo que asegura ese letrero? Porque en este caso, no seré yo ni tampoco mi maleta, quienes pasemos adelante…
- ¿Qué estás diciendo? Lo que te ocurre es que eres un pobre miedoso.
- ¿Miedoso, yo? Verás, Conejito. No es miedo lo que tengo. Es que lo de los fantasmas me parece que es verdad, porque… ¡Auxilio!, que ya me están sujetando por detrás. ¡Oh!
Pero se reía el Conejito: lo que te ocurre es, que al cerrar tú mismo la puerta, has dejado en ella aprisionada la bufanda. Vamos, deja de temblar porque ya es hora de que merendemos. A poner la mesa. Verás lo ricamente que vamos a vivir en nuestro castillo.
- Conejito, amigo mío; no me digas que veo visiones. Pero estoy por apostar que en el plato has dejado mi merienda y ha desaparecido en un solo instante que he vuelto la cabeza.
- ¡Zambomba! – exclamó Conejito. ¡Eso mismo acaba de ocurrir con la mía!
- ¡Ay! – gimió Chanchete ¡Son los fantasmas!
- ¡Bah! Esas son tonterías…
- ¿Pero qué es esto? ¡Ah! ¡Oh! ¡Uf! ¿Se puede saber de donde llueven bofetadas a diestro y siniestro? ¡Ay, ay! ¡El fantasma, Conejito, el fantasma!
- ¡Si, señores, sí! Soy el fantasma de este castillo y vivo en él desde hace dos mil años. ¡Brrrr!
- ¡Por favor, no me haga daño, señor fantasma! Yo soy Chanchete y le aseguro que no tengo ganas de meterme en sus asuntos, créame.
- ¡Es lo mejor que puedes hacer! Ahora si no queréis morir de miedo, vais a tener que abandonar el castillos antes de que enfade. Porque después, ya será demasiado tarde. ¿Dónde está tu amigo?
El Conejito muy astuto, se había colocado detrás del fantasma y con una cerilla le estaba prendiendo fuego a la sábana con que se cubría. Y la tela empezó a arder.
El fantasma, a todo esto, seguía hablando con Chanchete y de repente, le preguntó:
- Oye: ¿No te parece que huele a chamusquina?
- ¡Socorro!
Así gritó el fantasma misterioso, al observarse envuelto entre la sábana encendida.
- ¡¡Paso!! ¡Paso libre! ¡Qué voy arrojarme de cabeza al pozo para apagar las llamas! ¡Voy!
Chanchete y Conejito se reían, mientras el fantasma (que no era tal fantasma) se tiraba en el pozo por miedo al fuego.
Los fantasmas no existen, querido niños. Por eso existía tampoco el del castillo. Eran un Lobo, que deseaba atemorizar a los legítimos dueños para que abandonaran éstos la propiedad; así, el Lobo se quería como amo absoluto.
Pero la astucia de Conejito lo descubrió todo. Y el malvado Lobo tuvo que salir del castillo y, en cambio, Chanchete y Conejito se quedaron a vivir muy tranquilos.
Fin
Cuento de el-castillo-misterioso

el-amo-del-asno-cuento-infantil


El Asno estaba cansado de trabajar. Durante todo el día se veía obligado a llevar grandes pesos y su viejo amo no sólo lo trataba mal, sino que ni siquiera le daba la comida necesaria y encima, pretendía que le quisiera.

Un día, pasaba por el campo siguiendo un sendero solitario. Habían segado el heno, pero todavía quedaba un prado con la hierba alta y perfumada.

- Detengámonos aquí – dijo el viejo, que iba sentado en su grupa- ¡Mira cuanta hierba fresa! ¡Aquí puedes comer lo que quieras!

Y como el asno no se decidía a entrar en el campo, lo animó.

- Vamos, come. Esta hierba no me cuesta nada. Si comes aquí me ahorraras el heno en la cuadra. ¡Entra!
Así, pues, nuestro amigo se puso a comer diligentemente la hierba del prado. Le parecía mentira que de repente el viejo se hubiese vuelto tan generoso y estaba tan contento, que comenzó a rebuznar.

Pero en el mejor momento llegó el amo del prado, enfurecidísimo. Gritaba y blandía un garrote amenazando con dar una buena lección a aquellos ladrones que le robaban la hierba.

- ¡Huyamos – dijo el viejo –, o la cosa acabará mal!

Pero el asno no se movió y siguió comiendo.

- ¡Ven de prisa! – insistió el viejo, que, por prudencia, había salido del campo y se alejaba corriendo.

- ¿Por qué he de ir? – replicó el asno - ¿Qué daño puede hacerme ese campesino? ¿Acaso me golpeará más que tú? ¿Me obligará a trabajar más de lo que he trabajado para ti? Y, volviéndose a mirar al campesino que llegaba, continuó:

- Me da lo mismo trabajar para un amo o para otro. Sé que he de seguir llevando cargas toda la vida. De manera que si quieres huir, huye. Yo me quedo aquí comiendo.

Y ese día cambio de amo.
Fin

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el-burrito-flojo-cuentos-infantiles


Erase un día de invierno muy crudo. En el campo nevaba copiosamente, y dentro una casa de labor, en su establo, había un Burrito que miraba a través del cristal de la ventana.

Junto a el tenía el pesebre cubierto de paja seca.

- Paja seca! – se decía el Burrito, despreciándola – Vaya una cosa que me pone mi amo! Ay, cuándo se acabará el invierno y llegará la primavera, para poder comer hierba fresca y jugosa de la que crece por todas partes, en prado y junto al camino!

Así suspirando el Burrito de nuestro cuento, fue llegando la primavera, y con la ansiada estación crecía hermosa hierba verde en gran abundancia.

El Burrito se puso muy contento; pero, sin embargo, le duró muy poco tiempo esta alegría. El campesino segó la hierba y luego la cargó a lomos del Burrito y la llevó a casa.

Y luego volvió y la carga nuevamente. Y otra vez. Y otra. De manera que al Burrito ya no le agradaba la primavera, a pesar de lo alegre que era y de su hierba verde.

- ¡Ay, cuándo llegará el verano, para no tener que cargar tanta hierba del prado!

Vino el verano; mas no por hacer mucho calor mejoró la suerte del animal.

Porque su amo le sacaba al campo y le cargaba con mieses y con todos los productos cosechados en sus huertos.

El Burrito descontento sudaba la gota gorda, porque tenía que trabajar bajo los ardores del Sol.

- ¡Ay, que ganas tengo de que llegue el otoño! Así dejaré de cargar haces de paja, y tampoco tendré que llevar sacos de trigo al molino para que allí hagan harina.

Así se lamentaba el descontento, y esta era la única esperanza que le quedaba, porque ni en primavera ni en verano había mejorado su situación.

Pasó el tiempo…

Llegó el otoño. Pero, qué ocurrirá. El criado sacaba del establo al Burrito cada día y le ponía la albarda.

- Arre, arre!

En la huerta nos están esperando muchos cestos de fruta para llevar a la bodega.

Fin
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el-burro-y-el-perro-cuentos-infantiles


- ¡Uf! ¡Qué calor hace hoy! – exclamó el hombrecillo quitándose el sombrero y enjugándose el sudor.
El burro se detuvo en el sendero y Leal, (que así se llamaba el perro) moviendo la cola, se puso a perseguir a una mariposa por entre la yerba. El bosque no era espeso, pero los grandes árboles proyectaban en el suelo anchas, manchas de sombra.

- Basta por ahora – continuó el hombrecillo dirigiéndose al burro y al perro-. Nos detendremos aquí para descansar. ¡Voy a echar un sueñecito a la sombra!

Y, bostezando, se tumbó en la yerba, junto a un gran matorral. El burro se puso a mordisquear al borde del sendero. La yerba era buena, pero le gustaban mucho más los cardos, que tenían grandes y suculentas flores, y como allí no había ninguno, lentamente, en busca de cardos, se fue alejando del sendero y penetrando en la espesura.

Leal lo seguía olfateando el terreno, corriendo de un matojo a otro, como si quisiera descubrir quién sabe qué cosa. Fuera porque viese comer al burro, o fuese porque empezó a sentir cierto malestar en el estómago, al cabo de un rato, dijo a su compañero.

- Oye, amigo, yo también tengo hambre. Inclínate, por favor, que quiero tomar un trozo de pan.

El burro llevaba, en efecto, en el lomo dos grandes cestos con pan. Pero fingió no oír y continuó comiendo sus cardos.

- ¡Eh, te hablo a ti! – insistió Leal- Tengo hambre. ¡Déjame que tome un trozo de pan del cesto!

El burro volvió despacio la cabeza y sin dejar de masticar, repuso - ¿Por qué he de hacer lo que dices? Malditas las ganas que tengo de molestarme por ti. Apáñate como puedas.

A Leal le sentó muy mal esta respuesta. Realmente no podía comer hierba para calmar el hambre. Acaso fuera mejor volver junto al amo.

Se disponía a hacerlo cuando, desde los matorrales, les llegó un aullido - ¡El lobo! – exclamó, espantado, el burro, con los ojos desorbitados-. ¡El lobo! Por caridad, amigo, ayúdame.

Leal era bueno, y su primer pensamiento fue el de lanzarse contra el lobo para que pudiese huir el burro. Pero recordó cuán descortés había sido su compañero para con él, y quiso darle una lección.

- ¿Por qué he de correr un riesgo por ti? - le dijo -. ¿Acaso me ayudaste hace un momento? ¡No! Apáñate tú ahora.

Y dicho esto se fue, dejando al burro que se enfrentara solo con el lobo.
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la-gallinita-colorada-resumen-cuento-infantil


Había una vez, una gallinita colorada que encontró un grano de trigo. “¿Quién sembrará este trigo?”, preguntó. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”, dijo le gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la gallinita colorada, “lo haré yo. Clo-clo”. Y ella sembró el granito de trigo.

Muy pronto el trigo empezó a crecer asomando por encima de la tierra. Sobre él brilló el sol y cayó la lluvia, y el trigo siguió creciendo y creciendo hasta que tuvo muy alto y maduro.

“¿Quién cortará este trigo?”, preguntó la gallinita. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”, dijo le gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la gallinita colorada, “lo haré yo. Clo-clo”. Y ella cortó el trigo.

“¿Quién trillará este trigo?”, dijo la gallinita. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”, dijo le gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la gallinita colorada, “lo haré yo. Clo-clo”. Y ella trilló el trigo.

“¿Quién llevará este trigo al molino para que lo conviertan en harina?” preguntó la gallinita. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”, dijo le gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la gallinita colorada, “lo haré yo. Clo-clo”. Y ella llevó el trigo al molino y muy pronto volvió con una bolsa de harina.

“¿Quién amasará esta harina?”, preguntó la gallinita. “Yo no”, dijo el cerdo. “Yo no”, dijo le gato. “Yo no”, dijo el perro. “Yo no”, dijo el pavo. “Pues entonces”, dijo la gallinita colorada, “lo haré yo. Clo-clo”. Y ella amasó la harina y horneó un rico pan.

“¿Quién comerá este pan?”, preguntó la gallinita. “Yo!”, dijo el cerdo. “Yo!”, dijo el gato. “Yo!” dijo el perro. “Yo!” dijo el pavo. “Pues no”, dijo la gallinita colorada. “Lo comeré YO. Clo-clo”. Y se comió el pan con su pollito.

Fin
Cuento de la-gallinita-colorada-resumen-cuento-infantil

la-leona-y-la-osa-cuento-infantil


En el bosque vivía una leona muy feroz. Era el terror de todos los animales.

Cuando estaba hambrienta – y esto sucedía a diario – prefería matar los cachorros de los otros animales. Le parecía que su carne era mas tierna y más sabrosa. La fama de su ferocidad se había extendido por todas partes, y los animales que tenían cachorros en el bosque temblaban sólo de pensar que la leona pudiera presentarse en aquellos lugares.

Un día, la leona tuvo un leoncito. Era un hermoso cachorro, avispado y robusto; su madre se sentía orgullosa de él y – hacía numerosos proyectos para su hijo. Crecería, llegaría a ser un león temido y respetado por todos, porque ella le habría enseñado cómo se capturan los cachorros de los demás animales para procurarse buena comida.

Una triste mañana de verano llegaron al bosque los cazadores. Todos los animales se escondieron o huyeron muy lejos, y también la leona buscó refugio en lo más espeso del bosque. En la prisa por huir, perdió de vista a su cachorro, y ya podéis imaginar su desesperación cuando pasado el peligro, salió de su escondrijo y no encontró al leoncito.

- ¿Habéis visto a mi hijo? – preguntó sin descanso a los animales que encontraba.
- Yo no – le respondían todos – No lo he visto.

Pronto se supo que su hijo había sido capturado por los hombres. Además, era posible que lo hubiesen matado. Entonces la leona se puso a recorrer el bosque de un lado para otro lamentandose con grandes gritos.

- ¡Ay de mi! ¡Qué desgraciada soy! – les decía a todos para que la compadecieran-.- ¡Mi pobre leoncito! - ¡Desdichada de mi!

No encontró a ningún animal dispuesto a consolarla. Es mas, por el camino se tropezó con una osa que le dijo.

- ¿Por qué lo lamentas? ¿Crees acaso que los cachorros que devoras no tienen padre ni madre?
- No, también ellos tienen padres – respondió, tras una breve reflexión, la leona.
- Entonces… - concluyó la osa-.- Crees que sus padres no han sufrido cuando tú mataste a sus hijos? Y, sin embargo, no van por ahí lamentándose. Aprende tú ahora a sufrir también en silencio.

Fin
Cuento de la-leona-y-la-osa-cuento-infantil

el-pastelero-del-rey-cuentos-infantiles



Carlitos, el hijo del pastelero, se sentía feliz; inmensamente feliz; su padre era repostero de la Casa Real.

Y no es que el niño estuviera orgulloso de la sabiduría de su padre, sino de lo riquísimos que hacía los dulces.

Cuando entraba en el obrador, empezaba a probarlo todo: pasteles, tortas, rosquillas y frutas en almíbar.

Un día, con motivo del cumpleaños de la princesa, el rey encargó a su pastelero una hermosa y rica tarta.

Como por arte de magia, y ante el asombro de Carlitos, fue apareciendo lo más bella tarta que pudiera soñarse.

Una vez terminada, su padre le ordenó: Llévalo a palacio y cuida no se estropee, pues sería nuestra ruina.

A poco de caminar, se paró a descansar. No pudo resistir la tentación y cogió una fruta, luego otra, después…

Cuando el rey vió la tarta se enfureció y mandó llamar al pastelero. Éste pudo convencerlo de su inocencia.

El rey le encargó otra tarta para el día siguiente y Carlitos, arrepentido de su glotonería, le pidió perdón.

Con gran esfuerzo de padre e hijo pudo acabarse, y la princesa celebró su cumpleaños como estaba previsto.

Fin
Cuento de el-pastelero-del-rey-cuentos-infantiles

el-agua-de-la-vida-cuentos-infantiles


Había una vez un rey que estaba tan enfermo que lo único que podía salvarlo era el agua de la vida y nadie sabía donde hallarla.

El rey tenía tres hijos y una mañana el mayor de ellos decidió partir en busca del agua maravillosa. Salió, pues, y cuando había cabalgado algún tiempo se encontró con un enano horrible que le gritó: “¿Hacia dónde te diriges?”. El príncipe, orgulloso le respondió “¿Y a ti que te importa?” Y siguió su camino. El hombrecillo, enfadado, le echó una maldición.

Al poco rato el príncipe se encontró entre dos montañas, en un camino tan estrecho que no podía moverse ni para adelante ni para atrás. Al segundo hermano que salió en su busca, por haber tratado mal al enano la maldición lo hizo atascarse en el barro. Entonces, partió el tercer hermano.

Cuando se cruzó con el enano y le preguntó dónde iba, el hijo del rey le dijo la verdad. Entonces el enano le explicó que el agua de la vida se hallaba en el castillo encantado y le entregó dos pedazos de pan para dar a los leones que custodiaban día y noche la entrada al castillo.

El príncipe hizo todo tal y como el enano le había dicho. Cuando salía del castillo con el agua de la vida, apareció una bella princesa que le dio las gracias por romper el encanto que la mantenía encerrada y le aseguró que, un año después, se convertiría en su esposa.

Al regresar, el muchacho se encontró con sus dos hermanos a quienes el enano había dejado libres. Estos, al ver que traía el agua maravillosa, lo adormecieron, le robaron el agua y pusieron en su lugar agua de mar.

Al llegar al palacio, el príncipe entregó la copa al rey pero éste, al probarla, se sintió más enfermo. Entonces, acudieron los dos hermanos y le dieron el agua de la vida con la que el monarca sanó y, furioso con su hijo menor, lo echó del palacio.

Mientras tanto, la princesa hizo construir un camino cubierto de oro y dijo a su pueblo que quien por él viniese sería su prometido, pero si alguno caminaba a izquierda o derecha del camino, habría que echarlo de allí.

Cuando el año pasó, el mayor de los príncipes fue en busca de la princesa, pero para no estropear el camino de oro, cabalgó siempre a la derecha. Al llegar a la puerta fue arrojado fuera sin contemplaciones.

No tardó en llegar el segundo príncipe, quien fue siempre por la izquierda. Al llegar al palacio también fue rechazado y expulsado.

Finalmente, el pequeño se dirigió al castillo y cabalgó siempre hacia adelante por el centro del camino de oro.
En la puerta fue recibido por la hermosa princesa y la boda se celebró enseguida.

El rey, enterado de toda la verdad, acudió a la boda y castigó a sus dos hijos mayores, echándolos para siempre de su reino. Nadie jamás los volvió a ver.

Fin
Cuento de el-agua-de-la-vida-cuentos-infantiles

los-gnomos-y-la-mina-de-oro-cuentos-infantiles


Hace muchos años invadió el país de Suecia una numerosa horda de bárbaros salvajes y feroces. Saqueaban las aldeas, las incendiaban y destruían y mataban a los habitantes.

Las fuerzas del país eran impotentes para tratar de oponérseles. El rey, temeroso de que le arrebatasen a su bella hija, la princesa Edelina, antes de entrar en batalla con los invasores hizo excavar una gran caverna en medio de una selva solitaria y, después de dejar allí abundante provisión de alimentos y antorchas, escondió en ella a la atemorizada princesa Edelina.

Nadie tuvo noticia de su paradero, sino su prometido, el joven conde Svend, quien la acompaño al lugar secreto y cerró su entrada oculta, no sin haberle prometido ir en su busca tan pronto como se ganara la terrible batalla. Por desgracia, sucedió lo inesperado: se perdió el combate; los barbaros dieron muerte al rey, devastaron todo el país y asesinaron a sus habitantes.

Entretanto, la princesa Edelina, viendo, cómo la puerta de la caverna permanecía cerrada, se propuso construir un camino de salida. Pero, en vez de cavar en la debida dirección, lo hacía en la contraria, y de esta suerte abrió un pasadizo que terminó en otra cueva.

Encendiendo la última antorcha entró en aquella caverna, donde vio un pasadizo que la condujo a una gran llanura subterránea por la que corría un caudaloso río. Ardía en el fondo de aquella caverna un gran horno, alrededor del cual un grupo de feos gnomos excavaban y fundían oro.

- ¡Matadla! ¡Matadla! Ha descubierto nuestra mina – gritaron irritados.

- No – dijo el rey de los gnomos- sabéis que acabamos de perder la rana traída del bosque, y necesitamos otro profeta del tiempo para que nos anuncie las lluvias. Estoy seguro de que ésta lo hará. Miren.

Y convirtió a Edelina en rana. Trajeron lo gnomos un vaso de cristal que llenaron de agua. Metieron en él a Edelina, y junto a ella una escalerita que llegaba hasta la boca del vaso.

- Ahora sabremos cuándo vendrán las lluvias – añadió el rey de los gnomos- La rana nos anunciará el buen tiempo subiendo al último peldaño de la escalera; y, cuando baje el fondo del vaso y, sin saber por qué, permaneció allí vario días.

Al verla, pensaron los gnomos que se comportaba de aquella manera por haber sido convertida de princesa a rana; pero un día, de pronto, la lluvia inundó la tierra y crecieron las aguas del río subterráneo hasta apagar el horno y anegar la mina, arrepintieron se los gnomos de no haber creído a su pequeño medidor del tiempo y huyeron del lugar.

No quedaba en él ni un rincón seco. Treparon por el pasadizo abierto por la princesa y llegaron a la caverna; pero hallándola demasiado pequeña abrieron un camino hacia la selva. Colocaron el vaso con Edelina dentro sobre unas varitas y dos de ellos lo transportaron por la selva.

Al mismo tiempo acercábase a la caverna el valiente conde Svend. No bien los divisaron los gnomos, dejaron caer el vaso y escaparon. Edelina salió de su prisión y de un salto se colocó sobre un hombre de Svend.
- Algo extraño sucede – pensó el conde tomando la rana con cuidado.

Entró en la caverna y buscó a la princesa inultamente.

La rareza de la rana, que seguía en su hombre y le miraba dulcemente, le había maravillado; y en el momento de darle un beso, quedó el animal convertido en la princesa Edelina.

Después de haber derrotado a los bárbaros, Svend se casó con Edelina y fue rey de Suecia. Encontró en la mina de los gnomos oro suficiente para reedificar las ciudades y pueblos destruidos por el enemigo. De este modo, la aventura de Svend tuvo un final afortunado, y el pueblo de Suecia en los sucesivos vivió feliz.

Fin
Cuento de los-gnomos-y-la-mina-de-oro-cuentos-infantiles

el-enanito-curioso-cuentos-infantiles


La hija del rey estaba enferma, y su madrina había dicho que sólo se curaría si comía una rica manzana procedente del huerto de tres hermanos huérfanos.

El rey prometió la mano de su hija a quien lograra salvarla, y tres hermanos que tenían un hermoso manzano en su huerta se enteraron de la noticia.

- ¿Por qué no probamos? – dijo el hermano menor-.

Nosotros somos huérfanos y tenemos un manzano.

- Yo iré – dijo el hermano mayor.

Tomó las más hermosas manzanas del árbol, las metió en una cesta y se dirigió al palacio del rey.

Por el camino se encontró con un enano que le preguntó.

- ¿Qué llevas en esa cesta, muchacho?

- ¡Patas de rana! – contestó el joven de mal humor.

- Que sea como tú dices – dijo el enano.

Cuando el hermano mayor llegó a palacio y abrió la cesta ante el rey y la princesa, de su interior saltó un montón de ranas dando brincos.

- ¡Echad de aquí a este insolente! - ordenó el rey, y los guardias sacaron a empujones al muchacho.
Unos días después decidió probar suerte el segundo hermano. Como el mayor, se encontró con el enano, que le preguntó:

- ¿Qué llevas en esa cesta, muchacho?

- Ratones – contestó el segundo hermano.

- Que sea como tú dices – dijo entonces el enanito.

Cuando el muchacho abrió su cesta ante el rey y la princesa, salieron de ellos varios ratones, que empezaron a corretear por todas partes.

Naturalmente, el segundo hermano fue echado de palacio sin contemplaciones.

Aunque sólo quedaba una manzana en el árbol, el hermano menor decidió probar suerte. La tomó, la metió en una cesta y se dirigió hacia el palacio.

- ¿Qué llevas en esa cesta, muchacho? Le preguntó el mismo enano a él también.

- Una manzana con la que espero curar a la princesa. – contestó muy gentil el joven.

- Que sea como tú dice – dijo el enano.

El hermano menor se presentó ante el rey, que le advirtió severamente:

- Si intentas burlarte de nosotros, como tus hermanos, serás castigado severamente.

- Sólo pretendo ofrecer esta manzana a la princesa – dijo el muchacho sacándola de la cesta.

La princesa probó la manzana e inmediatamente se puso a dar saltos de alegría, completamente curada.

El hermano menor se casó con ella y vivieron felices muchos años.

Fin
Cuento de el-enanito-curioso-cuentos-infantiles

el-rey-que-no-queria-banarse-cuentos-infantiles


Las esponjas suelen contar historias interesantes. El único problema es que las cuentan en voz muy bajas. De modo que para oírlas hay que lavarse bien las orejas.

Una esponja me contó una vez lo siguiente.

En una época lejana las guerras duraban mucho. Un rey se iba a la guerra y volvía treinta años después, cansado y sudado de tanto cabalgar.

Algo así le sucedió al rey Vigildo. Se fue de guerra una mañana y volvió veinte años más tarde, protestando porque le dolía todo el cuerpo.

Naturalmente lo primero que hizo su esposa, la reina Inés, fue prepararle una bañadera con agua caliente. Pero cuando llegó el momento de sumergirse en la bañadera, el rey se negó.

- No me baño – dijo el - ¡No me baño, no me baño y no me baño!

La reina, los príncipes. La parentela real y la corte entera quedaron estupefactos.

- No, no y no – contestó el rey – Pero yo no me baño nada.

Por muchos esfuerzos que hicieron para convencerlo, no hubo caso.

Con todo respeto trataron de meterlo en la bañadera entre cuatro, pero tanto gritó y tanto escándalo hizo para zafar que al final soltaron.

La reina Inés consiguió que se cambiara las medias – ¡La medias que habían batallado con él veinte años! – pero nada más.

Su hermana, la duquesa Flora, le decía:

- ¿Qué te pasa Vigildo? ¿Temes oxidarte o despintarte o encogerte o arrugarte…?

Así pasaron los días interminables. Hasta que el rey se atrevió a confesar:

- ¡Extraño las armas, los soldados, las fortalezas, las batallas! Después de tantos años de guerra, ¿Qué voy a hacer yo sumergido como un besugo en una bañadera de agua tibia? Además de aburrirme, me sentiría ridículo.

Y terminó diciendo en tono dramático:

- ¿Qué soy yo, acaso? ¿Un rey guerrero o un poroto en remojo?

Pensándolo bien, Vigildo tenía razón. ¿Pero cómo solucionarlo?

Razonaron bastante, hasta que al viejo chambelán se le ocurrió una idea.

Mandó hacer un ejército de soldados del tamaño de un dedo pulgar, cada uno con su escudo, su lanza, su caballo, y pintaron los uniformes del mismo color que el de los soldados der rey.

También construyeron una pequeña fortaleza con puente levadizo y cocodrilos del tamaño de un carretel, para poner en el foso del castillo.

Fabricaron tambores y clarines en miniatura. Y barcos de guerra que navegaban empujados a mano o a soplidos.

Todo esto lo metieron en la bañadera del rey, junto con algunos dragones de jabón.

Vigildo quedó fascinado ¡Era justo lo que necesitaba!

Ligero como una foca, se zambulló en el agua. Alineó a sus soldados y ahí nomas inicio un zafarrancho de salpicaduras y combate.

Según su costumbre, daba órdenes y contraórdenes. Hacía sonar la corneta y gritaba:

- ¡Avanzad, mis valientes! Glub, glub, ¡No reculeís, cobardes! ¡Por el flancos izquierdo! ¡Por la popa…!
Y cosas así.

La esponja me contó que después no había forma de sacarlo del agua.

También que esa costumbre quedó para siempre.

Es por eso que todavía hoy, cuando los chicos se van a bañar, llevan sus soldados, sus perros, sus osos, sus tambores, sus cascos, sus caballos, sus patos y sus patas de rana.

Y si no hacen eso, cuénteme lo aburrido que es bañarse.

Fin
Cuento de el-rey-que-no-queria-banarse-cuentos-infantiles

la-ratoncita-presumida-cuentos-infantiles


Hace ya bastantes años, por escapar de los gatos y de las trampas también, unos ratoncitos se colaron en un tren y a los campos se marcharon.

Andando, andando y andando llegaron por fin al pie de una montaña llamada la montaña Yo-no-sé, y entonces dijo el más grande: lo que debemos hacer es abrir aquí una cueva y quedarnos de una vez porque como aquí no hay gatos aquí viviremos bien.

Trabaja que te trabaja tras de roer y roer agujereando las cuevas se pasaron más de un mes hasta que una hermosa cueva lograron por fin hacer con kioskos, jardín y gradas como si fuera un chalet.

Había entre los ratones que allí nacieron después, una ratica más linda que la rosa y el clavel. Su nombre no era ratona como tal vez supondréis, pues la llamaban Hortensia que es un nombre de mujer.

Y era tan linda, tan linda que parecía más bien una violeta: parecía hecha de plata por el color de su piel y su colita una hebra de lana para tejer.

Pero era muy orgullosa y así ocurrió que una vez se le acercó un ratoncito que allí vivía también y que alzándose en dos patas temblando como un papel le pidió a la ratoncita que se casara con él.
¡Qué ratón! Dijo ella con altivez.

Vaya a casarse con una que esté a su mismo nivel, pues yo para novio aspiro, aquí donde usted me ve, a un personaje que sea más importante que usted.

Y saliendo a la pradera le habló al Sol gritando: Jeeey! Usted que es tan importante porque del mundo es el rey, venga a casarse conmigo pues yo soy digna de ser esposa de un personaje de la importancia de usted.

Más importante es la nube – dijo el Sol con sencillez – pues me tapa en el verano y en el invierno también. Y contestó la ratica: Pues que le vamos a hacer… Si es mejor que usted la nube con ella me casaré.

Más la nube al escucharla, habló y le dijo a su vez_ Más importante es el viento que al soplar me hace correr.- Entonces – dijo la rata – entonces ya sé que hacer si el viento es más importante voy a casarme con él.
Mas la voz ronca del viento se escuchó poco después diciéndole a la ratona: - Ay Hortensia, ¿sabe usted?, mejor que yo es la montaña aquella que allí se ve – porque detiene mi paso lo mismo que una pared.

- Si mejor es la montaña con ella me casaré – contestó la ratoncita-, y a la montaña se fue.

Mas la montaña le dijo:

- ¿Yo importante? ¡Je, je, je! Mejores son los ratones lo que viven a mis pies, aquellos que entre mis rocas tras de roer y roer, construyeron la cuevita, de donde ha salido usted.

Entonces la ratoncita volvió a su casa otra vez y avergonzada y llorando buscó al ratoncito aquel a quien un día despreciara por ser tan chiquito él.

Aaaaaalfreditoooooooooooo!!!!

¡Oh, perdóname, Alfredito – gimió cayendo a sus pies-, por pequeño y por humilde un día te desprecié, pero ahora he comprendido – y lo he comprendido bien – que en el mundo los pequeños son importantes también!
Cuento de la-ratoncita-presumida-cuentos-infantiles

el-reloj-perezoso-cuentos-infantiles


Dan las cuatro en el reloj.

- ¡Otra vez se ha dormido este perezoso!. Gritaba Doña Ardilla. ¡Nunca llegaré a tiempo de recoger mis nueces!

- ¡Lo siento!. Dijo Ding dong

- ¡Hacía tanto frío fuera y yo estaba tan calentito aquí adentro que me dormí!

Ding Dong era un pequeño reloj de cuco, que Doña Ardilla compró en el Feria Anual del Bosque; donde todos los animales venden y compran cientos de cosas que los humanos tiran.

Ellos se encargan de arreglarlas.

Allí se encuentran: estufas, lámparas, relojes, percheros, ollas, pucheros, mesas, silla y todo lo que puedas imaginar.

Fue allí, donde Doña Ardilla encontró a Ding Dong.

Las gotas de lluvia habían caído sobre el asustado reloj y la nieve lo había vestido con un traje blanco. Le temblaban las manecillas y estaba tiritando de frío.

Doña Ardilla lo cogió en sus manitas, le quitó la nieve y se lo llevó a su casita.

Le arropó con una manta para calentarlo y le dio una tacita de té.

El reloj no funcionaba bien, siempre atrasaba, pero la ardillita se encariñó con él.

De vez en cuando Ding Dong, le contaba historias de los humanos a Doña Ardilla. Pero siempre terminaba diciendo que prefería estar con ella, pues algunas veces era muy difícil entender a los hombres.

Ding Dong le decía: ¡Un día te quieren mucho!, ¡Otro día no te quieren nada!

El reloj se acostumbró a vivir en el árbol de la ardilla y fue muy feliz.
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el-leon-va-a-la-guerra-cuentos-infantiles


Erase una vez… un león que decidió ir a la guerra. Llamó a sus ministros y les ordenó que proclamaran el siguiente edicto: “El rey León ordena que todos los animales de este bosque se presenten mañana para ir a la guerra. Nadie puede faltar”

Los súbditos se presentaron puntualmente y el león comenzó a dar órdenes:

“Tú, elefante, que eres el más grande, llevarás la artillería y las provisiones de todos. Tú, zorra, que tienes fama de ser astuta, me ayudarás a estudiar los planes de guerra para contrarrestar los movimientos del enemigo. Tú, mona, que eres tan ágil y trepas a los árboles con tanta facilidad, serás mi vigía y observarás desde lo alto los movimientos del enemigo. Tú, oso, que eres tan fuerte y ágil, escalarás los m uros fortificados y llevarás el desconcierto a las filas de nuestros enemigos”

Entre los convocados estaban también el asno y el conejo. Al verlos, los ministros sacudieron la cabeza:
“Majestad, el asno nos parece poco apropiado para la guerra; tiene fama de ser animal miedoso”
El león observó detenidamente al pollino y, dirigiéndose a sus consejeros, les dijo:

“Su rebuzno es más potente que mi voz; por lo tanto, permanecerá cerca de mí y será mi cornetín de órdenes”

A continuación señalaron al conejo: “De todos modos, éste, su majestad, que es mucho más miedoso que el asno, deberéis mandarlo de vuelta a su casa”

Una vez más, el león tomó su tiempo para reflexionar. Se volvió al conejo y le ordenó:

“Tú, que siempre vas por delante de tus enemigo, has aprendido que, para salvarte, debes correr más rápido que nadie, por tanto serás mi emisario y , así, los soldados recibirán mis órdenes como un rayo.”

Dicho esto, se dirigió a todos en estos términos:

“Todo el mundo puede ser útil en la guerra, si cada uno participa en el esfuerzo común según sus posibilidades.”
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el-escarabajo-trompetista-cuentos-infantiles


Verdi, el pequeño escarabajo, vivía cerca del huerto de Doña gallina. Siempre estaba solo. Paseaba por el huerto vestido con un chaleco gris y un sombrero negro.

Su casita estaba hecha de cáscara de nuez y al lado de un fuerte abeto que le protegía del viento y la lluvia.
Al salir los primeros rayos del sol, abría la ventana y ensayaba con su trompeta.

¡Si, era trompetista!

¡Tararí, tarará, tararí!.

Todas las mañanas, entonaba su canción.

Él, quería mucho a su trompeta dorada, ¡Se la había regalado un viejo búho que vivía en el bosque!

Llevaba años practicando y realmente era maravilloso oírle tocas.

Sus amigos soportaban sus ensayos con mucha paciencia.

Poco a poco la trompeta parecía estar viva, pues sus notas sonaban cada vez mejor.

¡Bailaban en el aire! ¡Que ritmo!

Las notas subían hasta las nubes y jugaban con ellas.

Sus amigos: la gallina, el saltamontes y el viejo búho, le animaban para que se presentara a un concurso de trompeta que había en el bosque.

Su música llegó a conocerse en otros bosques cercanos.

Todos los animalitos venían a oírle tocar.

Llegó el día del concurso, todos sus amigos se pusieron sus mejores ropas. ¡Que guapos estaban!

Algunos animalitos eran un poco envidiosos y desconfiados. No creían que Verdi fuera tan buen músico.

¿Cómo va a ser buen músico un escarabajo? – decían.

¡Es un poco feo y no vive en una casa elegante! - Comentaban otros.

Pero cambiaron de opinión enseguida al oírle tocar.

Eran tan hermosas sus melodías que todo el mundo escuchaba con atención.

El concurso fue un gran éxito y todos aplaudieron entusiasmados.

Verdi, se hizo muy famoso, pero siguió viviendo en su casita de cáscara de nuez y divirtiéndose con sus amigos.
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el-ciervo-engreido-cuentos-infantiles


Erase una vez un ciervo muy engreído. Cuando se detuvo para beber en un arroyuelo, se contemplaba en el espejo de sus aguas.

“¡Que hermoso soy!”, se decía, ¡No hay nadie en el bosque con unos cuernos tan bellos!

Como todos los ciervos, tenía las piernas largas y ligeras, pero él solía decir que preferiría romperse una pierna antes de privarse de un solo vástago de su magnífica cornamenta.

¡Pobre ciervo, cuán equivocado estaba!

Un día, mientras pastaba tranquilamente unos brotes tiernos, escuchó un disparo en la lejanía y ladridos perros… ¡Sus enemigos!

Sintió temor al saber que los perros son enemigos acérrimos de los ciervos, y difícilmente podría escapar de su persecución si habían olfateado ya su olor. ¡Tenía que escapar de inmediato y aprisa!

De repente, sus cuernos se engancharon en una de las ramas más bajas.

Intentó soltarse sacudiendo la cabeza, pero sus cuernos fueron aprisionados finalmente en la rama.

Los perros estaban ahora muy cerca. Antes de que llegara su fin, el ciervo aún tuvo tiempo de pensar:

“¡Que error cometí al pensar que mis cuernos eran lo más hermoso de mi físico, cuando en realidad lo más preciado era mis piernas que me hubiesen salvado, no mi cornamenta que me traicionó!”
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el-buho-gafitas-cuentos-infantiles



Asomaba la cabecita, desde su casita en el trono del árbol, un búho con una carita muy divertida.

Trabajaba durante la noche dando las horas como si fuera un reloj para que los animalitos del bosque supieran que hora era cada momento.

Su gran ilusión era salir de su casa durante el día, pero sus ojitos no veían bien y tenía que conformarse con salir de noche y abrir sus grandes ojazos que brillaban en la oscuridad.

Siempre me dicen que son afortunado por tener esos ojos tan grandotes decía: el búho.

Pero no saben, añadía, que aunque son tan llamativos, no veo las cosas tan claras y lindas como la gente las ve.

Salía durante la mañana pero a pocos metros se caía, y siempre decía:

¡Otro tropezón , otro torrezno, pero no me importa, sólo quiero ver el sol! .

Muy preocupado llamó a su amiga la ardilla Felisa, que vivía en un árbol cerca del suyo.

¡Felisa, Felisa, ven un momentito por favor!

¡Tengo un problema y como tu tienes fama de lista, tal vez puedas echarme una mano!


¿Qué te ocurro búho?, preguntó la ardilla Felisa.

Tengo que salir de día, quiero ver lo animalitos que juegan durante la mañana y ver el lindo color del cielo cuando se pone el sol.

Quiero ver corretear a los conejos, y pegar brincos a los saltamontes y también como dan saltitos los pequeños pajarillos de mi árbol.

¡Tengo la solución! – dijo la ardilla.

¡Iremos al conejo oculista y te pondrá unas gafas especiales para ver durante el día!

El búho estaba muy guapo con sus nuevas gafas, y así se cumplió su sueño, paseaba y paseaba y tanto salía durante el día, que al llegar la noche se quedaba dormido y sus amigos le decían:

¡Búho, no te duermas, que tienes que dar las horas!

Después de muchos días se dio cuenta de que debía utilizar su tiempo mejor y decidió dormir algunas horas durante el día, así cumplía su deseo y por las noches no se dormía durante su trabajo.

Fin
Cuento de el-buho-gafitas-cuentos-infantiles

el-arco-iris-y-el-camaleon-cuentos-infantiles


Un camaleón orgulloso, que se burlaba de los demás por no cambiar de color como él. Pasaba el día diciendo: ¡Qué bello soy!

No hay ningún animal que vista tan señorial.

Todos admiraban sus colores, pero no su mal humor y su vanidad.

Un día, paseaba por el campo, cuando de repente, comenzó a llover.

La lluvia, dio paso al sol y éste a su vez al arco iris.

El camaleón alzó la vista y se quedó sorprendido al verlo, pero envidioso dijo: ¡No es tan bello como yo!.

¿No sabes admirar la belleza del arco iris?: Dijo un pequeño pajarillo que estaba en la rama de un árbol cercano.

Si no sabes valorarlo, continuó, es difícil que conozcas las verdaderas que te enseña la naturaleza.
¡Si quieres, yo puedo ayudarte a conocer algunas!

¡Esta bien!: Dijo el camaleón.

Los colores del arco iris te enseñan a vivir, te muestran los sentimientos.

El camaleón le contestó: ¡Mis colores sirven para camuflarme del peligro, no necesito sentimientos para sobrevivir!.

El pajarillo le dijo: ¡Si no tratas de descubrirlos, nunca sabrás lo que puedes sentir a través de ellos!

Además puedes compartirlos con los demás como hace el arco iris con su belleza.

El pajarillo y el camaleón su tumbaron en el prado.

Los colores del arco iris se posaron sobre los dos, haciéndoles cosquillas en sus cuerpecitos.

El primero en acercarse fue el color rojo, subió por sus pies y de repente estaban rodeados de manzanas, de rosas rojas y anocheceres.

El color rojo desapareció y en su lugar llegó el amarillo revoloteando por encima de sus cabezas.

Estaban sonrientes, alegres, bailaban y olían el aroma de los claveles y las orquídeas.

El amarillo dio paso al verde que se metió dentro de sus pensamientos.

El camaleón empezó a pensar en su futuro, sus ilusiones, sus sueños y recordaba los amigos perdidos.

Al verde siguió el azul oscuro, el camaleón sintió dentro la profundidad del mar, peces, delfines y corales le rodeaban.

Daban vueltas y vueltas y los pececillos jugaban con ellos.

Salieron a la superficie y contemplaron las estrellas. Había un baile en el cielo y las estrellas se habían puesto sus mejores galas.

Se miraron a los ojos y sonrieron.

El color naranja se había colocado justo delante de ellos.

Por primera vez, el camaleón sentía que compartía algo y comprendió la amistad que le ofrecía el pajarillo.

Todo se iluminó de color naranja.

Aparecieron árboles frutales y una gran alfombra de flores.

Cuando estaban más relajados, apareció el color añil, y de los ojos del camaleón cayeron unas lagrimitas.

Estaba arrepentido de haber sido tan orgulloso y de no valorar aquello que era realmente hermoso.

Pidió perdón al pajarillo y a los demás animales y desde aquel día se volvió más humilde.

Fin


Cuento de el-arco-iris-y-el-camaleon-cuentos-infantiles

el-rey-midas-cuentos-infantiles-resumen


Había un rey muy avaro que tenía por nombre Midas. Era fabulosamente rico, pero siempre estaba deseando ser más rico todavía. No daba limosnas jamás y los necesitados salían de palacio desairados.

- ¡Cuánto daría por ser el rey más rico del orbe! ¡Quisiera tener más oro que nadie! – decía, a cada instante.
Una mañana, cuando desayunaba, se le apareció un duende.

- Ya lo ves: soy un duende.
- Supongo que no te quedarás a pasar muchos días. Este año no me han rendido los campos y no podemos gastar mucho en comida.
- Vengo a compensar, en algo, tu mala suerte – dijo el duende-. Pídeme la gracia que quieras y te será concedida.
- Si es cierto tu poder, ¿podrías hacer que todo lo que toque se convierta en oro? - dijo el rey.

- Pues bien: se cumplirá tu deseo – corroboró el duende y diciendo esto, desapareció diluyéndose en el aire.

El rey Midas, para cerciorarse de la magia del duende, cogió unas monedas de cobre y plata.
Apenas las hubo tocado, las monedas se convirtieron en otras de reluciente oro.

- ¡El duende tenía razón! ¡Qué prodigio! – exclamó, fuera de sí, el rey, encendidos los ojos de la avaricia.

Luego, tocó un jarrón de porcelana y éste quedó convertido en oro. Tocó todos los cubiertos de mesa, que eran de plata, y al momento se convirtieron en oro. Y así, muy contento y cada vez más lleno de ambición, el rey Midas fue tocando cuantos objetos tenía al alcance, quedando convertidos en oro. Ya el soberano estaba cansado de tocar objetos, y como sintió hambre, pidió que le sirvieran la comida.

Cuando le trajeron en un azafate su comida, al querer comer un trozo de pan, éste se convirtió en duro pedazo de oro. El rey quedó pensativo. Fue a beber vino y, al coger el vaso, éste y el líquido se convirtieron en oro.

- ¡Oh, no puedo comer! – dijo, tristemente, el rey Midas.

Fue a su biblioteca a leer, pero, al coger un libro, éste se transformó en un pesado bloque de oro. Cada vez más preocupado, el rey intentó acariciar a su gato favorito, y lo convirtió en una estatua de oro. Quiso aspirar perfume de una bellísima rosa, pero, al tocarla, la rosa se convirtió en oro.

Ya fuera de sí quiso distraerse dando una cabalgata en su famoso caballo blanco. Pero apenas tocó al precioso animal, éste quedó convertido en estatua de oro. Entonces, el rey comenzó a llorar sin consuelo, y al ser escuchadas sus sollozos por su única hija, vino ésta presurosa a acariciarlo, dándole frases de consuelo.

Mas, cuando el rey tocó a su hija, ésta quedó convertida en estatua de oro.

- ¡Maldito oro, déjame vivir en paz! ¡Todo cuanto he tocado se ha convertido oro, y hasta mi única hija ha pasado a ser estatua! ¡Duende mágico, ten compasión de este rey, que cegado por la ambición de riquezas, es ahora el más desdichado de los mortales!

Apareció de nuevo el duende y, apiadado del rey, despojó a éste del don de convertirse en oro cuando tocaba.

- Ahora, rey Midas – le dijo -, que esto te sirva de lección y comprenderás que el oro no es la base de la felicidad, y que la avaricia es fuente de desdichas.

El rey Midas dejó su codicia y compartió sus riquezas entre los pobres. Así fue muy querido por todos.

Fin
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Hace muchos, muchos años vivía una princesa a quien le encantaban los objetos de oro. Su juguete preferido era una bolita de oro. En los días calurosos, le gustaba sentarse junto a un viejo pozo para jugar con la bolita de oro. Cierto día se le cayó en el pozo.

- ¡Ay, la he perdido! – se lamentó la princesa, y comenzó a llorar.

De repente, la princesa escuchó una voz.

- ¿Qué te pasa, hermosa princesa? ¿Por qué lloras?

La princesa miró por todas partes, pero no vio a nadie.

- Aquí abajo – dijo la voz.

La princesa miró hacia abajo y vio una rana que salía del agua.

- Ah, ranita – dijo la rana -. Mi bolita de oro cayó en el pozo.
- Yo la podría sacar – dijo la rana- . Pero tendrías que darme algo a cambio.

Te ayudaré a encontrar la bolita si me prometes ser mi mejor amiga.
La princesa accedió a ser su mejor amiga.

Enseguida, la rana se metió en el pozo y al poco tiempo salió con la bolita de oro en la boca.

La rana dejó la bolita de oro a los pies de la princesa. Ella la recogió rápidamente y, sin siquiera darle las gracias, se fue corriendo al castillo.

La princesa se olvidó por completo de la rana. Al día siguiente, cuando estaba cenando con la familia real, escuchó un sonido bastante extraño.

Luego, escuchó una voz que dijo:

- Princesa, abre la puerta.

Llena de curiosidad, la princesa se levantó a abrir. Sin embargo, al ver a la rana toda mojada, le cerró la puerta. El rey comprendió que algo extraño estaba ocurriendo y preguntó:

- ¿algún gigante vino a buscarte?
- Es sólo una rana – contestó ella.
- ¿Y qué quiere esa rana? – preguntó el rey.

Mientras la princesa le explicaba todo a su padre, la rana seguía golpeando la puerta.

- Déjame entrar, princesa – suplicó la rana-.

Entonces le dijo el rey:

- Hija, si hiciste una promesa, debes cumplirla. Déjala entrar.

A regañadientes, la princesa abrió la puerta. La rana la siguió hasta la mesa y pidió:

- Súbeme a la silla, junto a ti.

En ese momento, el rey miró con severidad a su hija y tuvo que acceder. Una vez allí, la rana dijo:

- Acércame tu plato, para comer contigo.

La princesa le acercó el plato a la rana, pero ella se le quitó por completo el apetito. Una vez que la rana se sintió satisfecha dijo:

- Estoy cansada. Llévame a dormir a tu habitación.

La idea de compartir su habitación con aquella rana le resultaba tan desagradable a la princesa que echó a llorar. Entonces, el rey le dijo:

- Llévala a tu habitación. No está bien darle la espalda a alguien que te prestó su ayuda en un momento de necesidad.

Cuando llegó a su habitación, la puso en un rincón. Al poco tiempo, la rana saltó hasta el lado de la cama.

Cuando la princesa se metió en la cama, comprobó sorprendida que la rana sollozaba en silencio.

- ¿Qué te pasa ahora? - preguntó.

- Yo simplemente deseaba que fueras mi amiga – contestó la rana-. Pero es obvio que tú nada quieres saber de mi. Creo que lo mejor será que regrese al pozo.

La princesa se sentó en la cama y le dijo a la rana en un tono dulce:

- No llores. Seré tu amiga.

Para demostrarle que era sincera, la princesa le dio un beso de buenas noches.

¡De inmediato, la rana se convirtió en un apuesto príncipe! La princesa estaba sorprendida como complacida.

La princesa y el príncipe iniciaron una hermosa amistad. Al cabo de algunos años, se casaron y fueron muy felices.

Fin

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Hace muchísimos años vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los hermanos se querían mucho y eran muy unidos. Por desgracia, su madre había muerto poco después del nacimiento del último príncipe.

Con el pasar del tiempo, el rey se repuso de la muerte de su esposa. Un día, conoció una mujer de quien se enamoró. Sin sospechar que en realidad se trataba de una bruja, le propuso matrimonio.

El mismo día en que llegó al castillo, la nueva reina resolvió deshacerse de los jóvenes príncipes.

La reina empezó a mentirle al rey para indisponerlo con sus hijos. Luego, un buen día, reunió a los príncipes a la entrada del castillo.

- ¡Fuera de aquí! – gritó-.

Diciendo esto, levantó su capa hacia el cielo y los convirtió a todos en cisnes salvajes. Pero, como eran príncipes, cada uno llevaba una corona de oro en la cabeza.

La malvada reina le dijo al monarca que los príncipes habían huido. Luego, lo convenció de que Elisa necesitaba rodeada de otros chicos y mandó la niña a vivir con una familia de campesinos.

Cuando Elisa cumplió quince años, el rey la mandó a traer y la reina la recibió con una amabilidad fingida. Le estregó barro en la cara a la muchacha y le enmaraño el cabello.

Cuando Elisa se presentó ante el Rey, la indignación de éste fue enorme.

- ¡Esta no es mi hija! – exclamó el rey -. ¡Llévensela! – ordenó el rey.

Con el corazón destrozado, Elisa se fue al bosque. Se sentó junto a un arroyo a lavarse la cara y a desenredarse el cabello.

En ese momento, una vieja mujer se le acercó.

- ¿Ha visto a once príncipes vagando por el mundo? –preguntó Elisa.

- No, pero he visto once cisnes con coronas de oro en la cabeza – respondió la anciana-. Vienen a la orilla de aquel lago a la hora del crepúsculo.

Elisa se fue a la orilla del lago a esperar. Cuando el sol se ocultó, escucho un batir de alas. En efecto, eran los once cisnes salvajes.

Uno a uno, los cisnes se fueron posando en la orilla. Al tocar el suelo, recobraron su aspecto humano.
- ¡Antonio, Sebastián! ¡Soy yo, Elisa! –gritó, mientras corría a abrazarlos.

Todos se reunieron en torno a ella.

Esa noche, Elisa soñó con un hada que volaba en una hoja.

- Podrás romper el hechizo si estás dispuesta a sufrir – susurró el hada-. Debes recoger ortigas y tejer once camisas con el lino que saques. Cuando las hayas terminado, deberás lanzárselas a tus hermanos para romper el hechizo- ¡Pero escucha bien! No puedes ni hablar ni reírte hasta no haber terminado.

Cuando Elisa se despertó esa mañana, sus hermanos ya se habían ido. En el suelo, junto a ella, había una pila de hojas de ortiga. Elisa se puso a trabajar de inmediato.

Al otro día, cuando sus hermanos se habían ido, Elisa salió de la cueva.

“Haré mi trabajo a la sombra de aquel roble” pensó, “Allá no me verán.”

Sin embargo, un grupo de cazadores la descubrió.

- Ella vendrá conmigo – dijo el rey y ordenó a los cazadores retirarse.

Aunque la muchacha no decía nada, su mirada dulce y su linda cara cautivaron el corazón del rey. El rey estaba decidido. Elisa escuchó en silencio la propuesta del rey y le apretó suavemente la mano. La boda tuvo lugar poco después.

Elisa siguió tejiendo hasta que un día se le acabaron las ortigas. Una noche, se fue al cementerio a recoger más hojas. Aunque allí había tres brujas reunidas.

El arzobispo, que la había seguido, se fue a alertar al rey:

- Su esposa tiene trato con las brujas – afirmó el arzobispo.

El rey se fue al cementerio. Aterrado, vio a Elisa cerca de las brujas, en torno a una tumba.

Elisa fue acusada de brujería.

Al otro día, la llevaron a la plaza para quemarla en la hoguera. Elisa seguía tejiendo y llevaba con ella las diez camisas para sus hermanos.

De repente, en el cielo aparecieron once cisnes salvajes que descendieron hacia Elisa.

Al verlos, ella les lanzó de inmediato las camisas. La gente se quedó atónita y al ver que los cisnes se convertían en príncipes.

Sebastián, quien recibió la undécima camisa con una manga sin terminar, tenía todavía una ala.

- ¡Sálvame! - gritó por fin Elisa-. ¡Soy inocente!

Rodeada de sus hermanos, Elisa se presentó ante el Rey. Las lágrimas le rodaban por las mejillas a medida que iba relatando su historia.

El rey también lloró de felicidad y abrazo a su esposa con ternura.

Fin

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las-habichuelas-magicas-cuentos-infantiles-resumen


Periquín vivía con su madre viuda, en el bosque, eran muy pobres por eso ella mandó a Periquín a la ciudad, a vender la única vaca que poseían.

El niño iba caminando jalando con una cuerda a su vaca, cuando, se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas.

- Son maravillosas – explicó aquel hombre – si te gustan, te los daré a cambio de la vaca.

Así lo hizo Periquín y volvió muy contento a casa. Pero la viuda disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar. Cuando se levantó el niño al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista. Se puso Periquín a trepar por la planta y sube que sube, llegó a un país desconocido.

Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía huevos de oro cada vez que él se lo mandaba. Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas y descolgándose, tocó el suelo y entró en la cabaña. La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro y con su producto vivieron muy tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante. Se escondió tras una cortina y pudo observar como el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero.

En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y recogiendo el talego de oro echó a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para vivir mucho tiempo tranquilos. Sin embargo llegó un día en que el bolsón de cuero del dinero quedó completamente vacío.

Periquín escaló por tercera vez las ramas de la planta, hasta llegar a la cima. Entonces vio al ogro guardar en un cajón una cajita que cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de oro.

Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el niño la cajita prodigiosa y un arpa que tocaba sola, una delicada música.

Mientras el gigante escuchaba aquella melodía, fue cayendo de sueño apacible. Al verlo profundamente dormido, el niño cogió el arpa y echo a correr, pero el arpa comenzó a gritar:

- ¡Eh, amo, despierta que me roban!

Sobresaltado, el gigante, se asomó por la puerta y corrió persiguiendo a Periquín, este comenzó a bajar por la planta con mucha prisa. Pero al mirar hacia la altura, vio también el gigante descendía hacia él.

No había tiempo que perder y así que gritó Periquín a su madre que estaba preparando la comida.

- Madre, tráigame el hacha en seguida, que me persigue el gigante. Acudió la madre con el hacha y Periquín de un certero golpe, cortó el tronco de la trágica habichuela, al caer el gigante se estrelló, pagando allí sus fechorías, y Periquín con su madre viviero
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Había una vez un rey que tenía tres hijos, y no lejos de su reino vivía una anciana con su hija única, llamada Margarita. Un día envió el rey a sus hijos a recorrer el mundo, a fin de que adquiriesen la sabiduría.

De regreso ya, los príncipes llegaron a la ciudad en que vivía Margarita, y en una calle vieron a la bella joven asomada a la ventana de su casa. Los tres jóvenes se enamoraron de ella.

Como daca uno de ellos la quería por esposa, los tres hermanos disputaron, pretendiendo cada uno ser el único digno del amor de Margarita. Desenvainaron sus espadas y se enfrentaron en un terrible combate. Oyó el alboroto un brujo que por allí vivían y fue tal enojo al saber el motivo, que deseó que Margarita se convirtiera en rana. No tardó en ver satisfecho su capricho, pues pronto la bella Margarita quedó transformada en rana, y desapareció de un salto.

No teniendo y los príncipes por qué continuar la pelea, se estrecharon las manos amistosamente y continuaron su camino hacia el hogar paterno.

Entretanto, el anciano rey, sintiéndose viejo y débil, y quisiera renunciar a mi pesado cargo; pero no sé a quién de vosotros escoger por heredero. Así, pues, os someteré a tres pruebas y el que salga vencedor en ellas, será mi sucesor. La primera consiste en buscarme cien metros de tela tan fina que pueda pasar por mi anillo de oro.

Los dos mayores se llevaron consigo muchos criados para que trajeran a palacio todas la telas preciosas que encontrasen; pero el menor partió solo. Pronto llegaron a una encrucijada en que el camino se dividía en tres senderos, dos de los cuales surcaban verdes praderas sombreadas por frescas arboleda, en tanto que el otro ofrecía un aspecto nada atractivo, pues era quebrado y corría a través de áridas llanuras. Los dos mayores escogieron los caminos agradables; el menor se despidió de ellos y emprendió, alegremente, el camino pedregoso. Dondequiera que los dos hermanos mayores veían telas finas, las compraban; pero el menor se fatigaba un día tras otro, sin hallar tela alguna como la que buscaba.

Por fin llegó a un río, y habiéndose sentado a descansar junto al puente, una rana de feo aspecto sacó la cabeza fuera del agua y le preguntó qué le ocurría.

El príncipe le contó su aventura.

- Yo te ayudaré – le dijo, y se zambulló. No tardó en salir, sacando del fondo un pedazo de tala, que podía caber en un puño. El príncipe al ver aquella tela sucia sintióse ofendido; pero para no contrariar a la rana, tomó la tela y dándole cortésmente las gracias, la guardó en el bolsillo.

De allí se encaminó a palacio donde llegó casi al mismo tiempo que sus hermanos, quienes volvían muy cargados con diferentes clases de telas.

El rey quitóse el anillo del dedo para saber quién había hallado la tela más delicada; pero todas las que sus dos hijos mayores le presentaron, ninguna podía pasar a través del anillo.

Entonces el hijo menor sacó de su bolsillo un trozo de tela tan fina que fácilmente entró por el anillo. Lo abrazó el padre, felicitándolo efusivamente, y anunció a sus hijos:

- La segunda prueba es traerme un perrito tan pequeño que quepa en una cáscara de nuez.

Partieron de nuevo. Al llegar a la encrucijada, siguieron los tres dos mismos caminos que la primera vez. Cuando el más joven llegó al puente, apenas se hubo sentado, oyó decir a su amiga rana:

- ¿Qué te pasa?

No dudando el príncipe del poder de la rana, le expuso su apuro.

- Yo te ayudaré – le dijo, y desapareció debajo del agua; salió al poco rato con una avellana que le entregó, rogándole que la llevara a su padre, quien debería partirla con cuidado.

Llegaron sus hermanos antes que él, con una gran cantidad de perrito, y el anciano rey, que deseaba ayudarlos cuanto pudiera, mandó a buscar la mayor cáscara de nuez que pudiera encontrarse, pero ninguno de los perritos cabía en ella.

En esto se presentó el hijo menor, y haciendo una respetuosa inclinación, le entregó la avellana, rogándole al mismo tiempo que la rompiera con cuidado. Al abrirse la avellana saltó sobre la mano del rey un lindo perrito blanco. El anciano rey, abrazando otra vez al afortunado muchacho.

- Las pruebas más difíciles han pasado ya; escuchad ahora mismo último deseo: el que traiga aquí a la dama más bella del mundo será el heredero de mi corona.

Iba el joven suspirando desalentado, y al llegar al puente gritó:

- ¡Eh, amiga! ¡Esta vez no puedes ayudarme!
- No te preocupes – le contestó ella-; dime sólo lo que deseas.

El príncipe contó a su protectora sus cuitas, y la rana le respondió:

- Ve andando hacia tu palacio, que la doncella más hermosa del mundo irá en seguida tras de ti.

El joven, se puso en camino, con gran desconfianza, pero no había andado mucho, cuando oyó ruido tras él y, al volver la cabeza, vio seis ratones que arrastraban una calabaza a guisa de coche. El cochero era un grueso sapo viejo, e iban detrás, como lacayos, dos ranitas de tiesos bigotes y en el interior iba su amiga la rana que, bastante cambiada, lo saludó muy graciosamente.

Alejóse el coche por un sendero y al torcer el recodo, lo perdió completamente de vista; pero, ¡cuán atónito quedaría el príncipe cuando, al doblar el camino, encontró delante de un lujoso coche que, tirado por seis caballos negros guiados por un cochero de gran apostura, conducía a la más hermosa dama, que jamás hubiese soñado! Su corazón palpitó fuertemente al reconocer a su adorada Margarita. Abrieron los lacayos la portezuela del coche, y la dama lo invitó a sentarse a su lado.

Llegaron a palacio al mismo tiempo que sus dos hermanos, que iba acompañados de graciosas damas, pero toda la corte consideró que Margarita era la más hermosa. El rey, muy contento, nombró a su hijo menor sucesor y heredero, y los dos jóvenes vivieron largos años de felicidad.

Fin

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LAS CINCO HORMIGUITAS

Hace muchos años en el pueblo de Uyo, como en los tiempos de invierno sucedió un aluvión en el sector de Hoyal donde se produjo un desprendimiento de tierra y lodo arrasando todo lo que había a su paso. Cerca del lugar se encontraban trabajando sin cesar innumerables cantidades de hormiguitas llevando el pan de cada día a sus hogares y almacenando sus cosechas reservando para el futuro y así no le faltase nada. El hormiguero se encontraba totalmente repleto de provisiones, pero fue tan triste cuando al promediar las 6 de la tarde aparece sorpresivamente aquella inundación, mientras las hormiguitas regresaban a sus hogares, pues había llovido durante todo el día. Fue tarde y vano sus deseos y desesperaciones de querer salvarse, por lo que una inmensa oleada de barro y piedras desaparece a todo el hormiguero salvándose milagrosamente los que venían atrás, eras las cinco hormiguitas ultimas de toda la columna en marcha, pues habían escuchado el sonido desastroso del huayco tuvieron tiempo para poder retroceder a toda velocidad.

Una vez libres, cansadas y agotadas del escape que lograron salir, se pusieron a dialogar amenamente y ver que podrían hacer tan solo las cinco hormiguitas, después de un amplio debate llegaron a una conclusión que empezarían de nuevo con la consigna de trabajar y trabajar, luego multiplicarse y formar así un nuevo hormiguero. Pero sucede que dentro de las cinco había una hormiguita haragana que desde el principio de la reunión ponía sus peros y trabas, como de la mayoría era la decisión de progresar y avanzar no le tomaron mucha importancia.

Con ganas de trabajar las hormigas empiezan con la tarea, llevando sus carguitas en sus espaldas ida y vuelta día tras día mes tras mes y año tras año. Sin embargo la hormiguita haragana no hacia lo mismo sino que se quedaba dormida y se paseaba por los caminos comiendo lo que había a su paso y no se preocupaba por su futuro era un dolor de cabeza para las demás hormigas trabajadoras, pese a que le llamaban la atención a cada rato ella seguía don los oídos sordos.

Fueron lograron días y los años, y la cuatro hormiguitas lograron almacenar lo suficiente de provisiones para sobrevivir en los tiempos difíciles que se les presentaría, y más aun sus generaciones no sufrirían, por los buenos ejemplos que dejarían. Pues ahora viven cómodamente y felices, llegando a triunfar en la vida.
Por el contrario la hormiga haragana por no almacenar vivía triste y abandonada en la miseria, solo pedía limosna a los demás, los mismos pasos llevaron sus generaciones por ser ociosa y descuidada, sufrió , padeció sin dejar nada bueno en esta vida, muriendo en el olvido y desamparo sin la atención de nadie.

“Con esfuerzo y dedicación se progresa”
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En un remoto país, hubo una agraciada princesa que se llamaba Alegría; pero paradójicamente, era muy triste, no obstante las fiestas que había en el palacio de su padre, el rey.

Esta constante tristeza que se reflejaba en el rostro de la bellísima joven, era la preocupación de su padre, quien trataba por todos los médicos alegrarla.

Un día, el rey hizo pregonar un bando por el cual ofrecía la mano de Alegría al joven que fuera capaz de hacerla sonreír. Desde aquel día, los pretendientes llegaron por docenas. Uno hacían las más graciosas piruetas, otros, relataban los más ingeniosos chistes; otros, efectuaban las más inverosímiles pruebas de magia, pero nadie logró arrancar de la joven las más ligera sonrisa.

Una mañana, un joven aldeano, muy bien parecido, se propuso hacer sonreír a la princesa y, al emprender su marcha hacia el castillo real, se encontró con una anciana hada, quien le dijo:

- Si quieres hacer reír a la princesa, llévate este pato de oro.

El joven, agradeciendo el obsequio, prosiguió su camino rumbo al palacio, hasta que llegó a una posada.

El posadero tenía tres hijas. Una de ellas, la más atrevida, cogió una ala de pato, pero se le quedaron sus dedos pegado. Fue la otra hermana, quedó también pegada; y lo mismo sucedió con la tercera, que fue en auxilio de sus hermanas.

El joven cogió el pato para seguir su camino, y como las tres hermanas no podían despegarse, no tuvo más remedio que llevarlas en sarta. Al salir al campo, se encontraron con el cura de la parroquia, quien les dijo:

- ¿Por qué vais detrás de ese joven, haraganas? Mejor estaríais fregando los platos. ¡Ea, idos a casa!

El señor cura cogió a una de las muchachas tratando de apartarla, pero en cuanto la tocó, quedó inmediatamente pegado, y no tuvo más remedio que seguir andando detrás.

Un poco más adelante, encontraron al sacristán.

- ¿Dónde va usted así, señor? – dijo. ¿ya no se acuerda que tenemos hoy una boda?

Y quiso detenerle, cogiéndole la sotana, pero quedó también pegado, y así fueron todos detrás del joven del pato de oro. El sacristán se puso a dar gritos de auxilio, y unos labradores al querer ayudarles, quedaron, asimismo, pegados.

Todos iban andando, formando la procesión más cómica que jamás se haya visto, y llegaron así a palacio. En cuanto se presentó el joven del pato de oro y sus acompañantes pegados unos detrás de otros, se rió tanto la princesa, que parecía que jamás acabaría su risa.

El rey, para no cumplir su promesa, pidió al joven un barco que navegara tanto en agua como en tierra. El muchacho solicitó permiso para ir unos instantes al bosque, a lo cual accedió el rey, y en un claro de la arboleda encontró a la anciana hada, a quien expuso la petición hecha por el rey. El hada le dijo que tal barco ya estaba a la orilla del mar, y que si quería sacarlo a tierra, podía hacerlo sin temor, pues tenía adaptadas unas ruedas debajo de la quilla.

Cuando el rey comprobó que la nueva condición había sido cumplida por el joven, no tuvo más remedio que concederle la mano de la princesa.

La cadena humana de los pegados se rompió, y pocos días después se realizó la boda. El joven y la princesa fueron muy felices y la princesa vivió contagiando alegría, haciendo honor a su nombre.
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En una casita, en medio del bosque, vivía una viejecita con sus gansos y una criada fea que cuidaba de ellos.

La anciana segaba ella misma la hierba y saludaba amablemente a todos los campesinos; pero éstos, sin saber por qué, le tenían miedo.

Un día, cuando ataba un haz de hierba y ya se disponía a cargarlo, pasó por allí un joven conde, que se compadeció de ella y le ayudó a llevar la carga.

Cuando llegaron a la casita, acudieron los gansos, con gran bullicio, a recibirlos. La vieja entró a la casa y sacó una cajita tallada con una sola esmeralda que entregó al conde.

- Toma esto – le dijo la anciana – en pago de tu atención. Quizá te traiga felicidad.

Se marchó en conde, despedido por el alegre graznar de los gansos, y se dirigió al palacio del rey donde fue acogido con mucha cortesía. Entonces, él obsequio a la reina la cajita de esmeraldas. Pero apenas la reina la hubo abierto, se echó a llorar, exclamando.

- ¡Cuán desgraciada soy! ¿De qué me sirve todo este lujo en medio de mi tristeza?

El conde le pidió le explicara la causa de su pesar.

Entonces la reina le contó cómo su hija menor fue una vez al bosque y nunca más volvió, resultando inútiles todos los esfuerzos por encontrarla. Ahora, al abrir la cajita, había visto en su interior la esmeralda que llevaba su hija.

El conde, le contó, a su vez, su encuentro con la vieja de los gansos.

- Acaso esté allí la clave del misterio – añadió – y si queréis, la visitaré de nuevo.

- ¡Si, id al punto! – dijo la reina –. Mi gratitud será infinita, si conseguís hallarla.

El conde fue a la casa de la vieja, se escondió entre unas matas y se puso a espiar. A poco salieron la anciana y la feísima criada de los gansos, se sentaron en el portal de la casa y se pusieron a hilar. Cuando vino la noche y salió la luna, la vieja le dijo a la muchacha.

- Es hora, hija mía, de que vayas a tus tareas.

La muchacha se levantó y se dirigió a la fuente. Se inclinó sobre el agua, y cuando se reincorporó, el joven conde no podía dar crédito a sus ojos: al plateado resplandor de la luna, el rostro de la cuidadora de gansos era el más bello que imaginarse pudo. Pero lo había tenido cubierto con una máscara…

El conde volvió a palacio y contó lo que había visto. Entonces, el rey y la reina se dirigieron al bosque, guiados por el joven conde.

Cuando llegaron a las cercanías de la casa, se adelantaron sin hacer ruido y observaron y observaron a través de una ventana iluminada. Sólo pudieron ver a la vieja hilando en su rueca.

Se decidieron a tocar la puerta y, con gran sorpresa suya, oyeron una voz muy dulce, que dijo:

- Podéis entrar; la puerta está abierta.

Así lo hicieron, y entonces la vieja se levantó de la silla para recibirlos con estas palabras:

- Ya os esperaba, y sé a lo que venís.

Llamó y apareció la princesa, más bella que nunca y primorosamente ataviada. Se arrojó en brazos de sus padres y éstos lloraron de alegría.

De pronto, se oyó un gran ruido, parecido a un trueno, y la humilde casa se transformó en un suntuoso palacio, con muchos criados que iban y venían ante una mesa bien servida. Entonces, se volvió a oír la armoniosa voz, que dijo:

- Este es el regalo que ofrezco a la buena princesita por lo buena y gentil que ha sido al cuidar los gansos.

Todos miraron al sitio donde partía la voz, pero la vieja había desaparecido. En realidad, ella era una hada buena.

Los gansos se transformaron en criados. El conde y la bella princesa se casaron y fueron muy felices.

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Tres soldados que regresaban a sus casas terminada la guerra, se pusieron a descansar en medio del bosque.
Sólo atinaron a echarse a dormir, conviniendo en hacer turno para la guardia, a fin de defenderse de las fieras que poblaban aquel paraje. Dos se echaron a dormir y uno montó guardia, encendiendo una hoguera. A poco rato, apareció un enano, que preguntó al soldado quién era.

- Un viejo soldado hambriento, con dos compañeros que no tienen nada para vivir.
El enano le entregó una capa, diciendo que cuando se la pusiese, se realizaría lo que desease, dicho lo cual desapareció.

Cuando hizo guardia el segundo soldado, volvió a aparecer el buen enano, y como fue tratado cordialmente por el guerrero, le obsequió una bolsa, la cual, segundo dijo, siempre estaría llena de monedas de oro.
Al tercer soldado, cuando le tocó el turno de la guardia, el enano le regaló un cuerno maravilloso, que tenía la virtud de atraer a las multitudes cuando se le tocaba.

A la mañana siguiente, cada soldado contó a los demás su historia con el enano y enseñó su obsequió, comprometiéndose a viajar juntos por el mundo, usando solamente la bolsa mágica. Así pasaron felices un tiempo, gastando en cuanto querían, hasta que se cansaron de esa vida y decidieron buscarse un hogar. El primer soldado se puso la capa maravillosa y deseó tener un lujoso castillo, y al instante apareció éste ante sus ojos. Todo fue bien durante algún tiempo, hasta que un día, se pusieron sus mejores trajes y partieron a visitar un rey vecino. El rey tomó a los visitantes por príncipes, y con mucha gentileza los presentó a su única hija.

Un día, cuando el segundo soldado paseaba con la princesa, ésta sintió curiosidad por la bolsa que llevaba y le preguntó qué era. El hombre cometió la imprudencia de decírselo, lo cual despertó la ambición de la princesa y ésta, de inmediato, hizo confeccionar una bolsa igual que la del soldado. Luego, le dio de beber un vino con una sustancia somnífera. Entonces, la princesa le quitó la bolsa mágica y puso en su lugar la otra.
A la mañana siguiente, cuando los soldados necesitaron dinero, acudieron a la bolsa, comprobando, con asombro, que el oro no aparecía. El soldado agraviado recordó lo sucedido con la princesa y sospechó que ésta lo había engañado.

- ¡Estamos en la mayor miseria! – exclamó –. ¿Qué haremos ahora?

El soldado de la capa maravillosa se la puso y deseó encontrarse, de inmediato, en la cámara de la princesa.
Encontró a ésta contando el oro que extraía de la bolsa; la contempló largo rato, y cuando la joven levantó la vista y vio al intruso, comenzó a gritar: “¡Ladrones! ¡Ladrones!”, con lo cual acudió toda la corte y trataron de apresar al soldado.

Este sólo pensó en escapar, y olvidándose de las virtudes de su capa, corrió a la ventana y saltó al jardín. Pero la capa quedó enganchada y colgando, con enorme alegría de la princesa, que conocía su poder.
El soldado fue a contar a sus compañeros su desgracia más, el tercer soldado comenzó a tocar su cuerno, viéndose venir una numerosa tropa de jinetes e infantes. Los soldados se dirigieron a palacio, al cual sitiaron, conminando al rey que entregase la capa y la bolsa. El rey, entonces, se dirigió a la cámara de su hija y celebraron una conferencia. La princesa concibió un astuto plan: se vestiría de pobre, con una cesta al brazo, y penetraría por la noche en el campo enemigo, acompañada de su doncella.

Por la mañana, la disfrazada princesa comenzó a recorrer el campamento entonando unas canciones tan bellas que ningún soldado quedó en sus tiendas, pues todos acudieron a escucharla. Apenas vio la princesa al soldado del cuerno, hizo una seña a su criada, quien penetró sigilosamente en la carpa del soldado y robó el cuerno mágico. Hecho esto regresaron a palacio sanas y salvas, y como los tres maravillosos dones estaban en poder de la princesa, el ejército sitiador empezó a retirarse.

Al verse nuevamente desvalidos, los tres amigos decidieron separarse. Uno de ellos se dirigió a la derecha, y los dos, hacia la izquierda, pues prefirieron viajar acompañados. El primer soldado se detuvo en el mismo bosque donde había recibido la visita del enano, y se echó a dormir.

Al despertar, vio el árbol que estaba cargado con hermosas y apetecibles manzanas, y como tenía hambre, comió una después otra, luego otra. Sintió una extraña sensación en la nariz; se la palpó y se dio cuenta que apéndice nasal iba creciendo hasta llegar al pecho; luego, siguió alargándose sin cesar. Ya la nariz se arrastraba por el suelo, al extremo de impedir que el soldado se pusiese en pie. Siguió la nariz arrastrándose por todo el bosque, como una interminable serpiente.

Mientras, los otros dos compañeros seguían su camino, hasta que uno de ellos tropezó con algo, que casi le hace caer. Miraron el suelo y vieron algo como rosada serpiente que reptaba. Como se dieron cuenta que era un nariz larguísima, decidieron dar con su dueño, a quien encontraron al pie del manzano. Quisieron llevar a cuestas al atribulado compañero, pero sus fuerzas no se lo permitieron, y cuando ya se resignaban, recibieron la vista del enano.

- ¡Qué naricita tan chica! – dijo en tono de mofa–. Pero no se aflijan, yo encontraré el remedio.

Y llevándoles hasta un peral, les indicó que comiendo una pera volvería la nariz a su tamaño normal. Los soldados dieron una pera a su compañero y el milagro se realizó de inmediato, con gran alegría del mortificado paciente.

Los soldados, entonces, cogieron unas manzanas y varias peras, y se dirigieron al palacio de la princesa. Ya cerca, el soldado que sufrió el crecimiento de la nariz, se disfrazó de frutero, y frente a las habitaciones de la princesa comenzó a vocear sus hermosas manzanas. No tardó la princesa en enviar a su doncella para comprarle toda la cesta, y cuando vio las manzanas, se comió tres de seguido. A poco, se dio cuenta que su nariz le iba creciendo, hasta arrastrarse por el piso, deslizarse por la ventana y perderse por el jardín.
Tal fue la desesperación de la princesa, que su padre, el rey, prometió un gran premio a quien lograse curar a su hija.

Entonces, el soldado se disfrazó de doctor y se presentó diciendo que él podía curar a la joven. Le dio un pedacito de pera y, al día siguiente, la nariz de la princesa disminuyó de longitud, hasta recobrar su tamaño normal. La princesa y el rey, entusiasmados por la cura, ofrecieron al doctor darle cuanto pidiera por su éxito. Entonces, el doctor dijo que la nariz podía volver a crecer sin poder ya disminuirla, si es que la joven no devolvía las cosas que había robado a unos jóvenes.

- Hija – dijo resuelto el rey – devuelve lo que retienes ilícitamente.

La bella joven, no queriendo volverse a ver desfigurada, entregó al doctor la capa, la bolsa y el cuerno, rogándoles que los pusiese en manos de sus legítimos dueños.

Reunido con sus compañeros, el soldado se puso la capa y deseó un esplendido palacio, en el cual vivieron los tres con sus esposas, que eligieron entre las más bellas damas de la corte del rey. No les faltó el dinero, pues poseían el bolso maravilloso.
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Este era un viejo sastre muy pobre y con tres hijos, cuyo único bien era una cabra a la que mimaba en extremo.

El hijo mayo llevó un día a la cabra a pastar, y, tras un momento, le preguntó si estaba satisfecha.

- Completamente; ya no puedo comer más – contestó está.

Al volver a casa, el sastre le preguntó al joven si la cabra había comido bastante. El mozo, le dijo que sí.

Pero el padre fue al establo y se lo preguntó a la cabra.

- No he probado bocado – dijo la cabra, de mal humor.

Tan furiosos se puso el viejo sastre, que echo de la casa a su hijo mayor. Luego envió al segundo de los hijos a que pastase a la cabra. Cuando el joven preguntó a éstas si estaba satisfecha, contestó que ya no podía comer más.

Al volver al hogar, su padre le preguntó si la cabra había comido lo suficiente. El joven dijo que sí, pero cuando el sastre fue al establo, el animal le dijo:

- No he probado bocado, porque no había ni una hierba en el camino.

Furioso el padre, echó a su hijo de la casa. Luego envió a su hijo menor a que hiciera comer hierba a la cabra. Y la misma escena se repitió con este hijo, siendo echado de la casa por el furioso padre.

El sastre llevó él mismo a la cabra a que comiese hierba. Y el animal repitió el mismo luego: dijo que estaba harta de comer, y al encerrarla en el establo, tuvo el viejo la ocurrencia de preguntarle si estaba satisfecha.

- No he probado bocado – afirmó la cabra – porque no había una sola hierba en el prado.

Esta vez, la furia del sastre fue contra la cabra, y la echó a palos de la casa. Veamos, ahora, los que había pasado con los hijos despedidos.

El mayor encontró trabajo en casa de un carpintero. Estuvo con él varios años, por lo que el carpintero le tomó cariño. Y cuando el joven le dijo que deseaba volver a casa, el maestro le obsequió una mesa mágica, a la que bastaba decirle: “¡Mesa, sírveme!”, para que ella se llenara de lo más exquisitos platos.

Por el camino pidió albergue en una posada. El salón estaba lleno de viajeros, quienes, al ver al humilde recién llegado, le ofrecieron un lugar junto a ellos, en la mesa. Pero el joven, olvidando su prudencia, les ofreció invitar un suculento banquete. Y, antes la sorpresa de todos, a la orden del muchacho la mesa se cubrió de ricos platos que saborearon los presentes.

Cuando se retiró a dormir, se llevó la mesita consigo.

- Si yo tuviera una mesa así – reflexionó el posadero – me haría rico sin ningún esfuerzo. Atendería a mis huéspedes sin gastar un solo céntimo.

Y recordando que en el desván tenía una mesa igual, aprovechando del pesado sueño del joven, se la cambió. De modo que, cuando el muchacho partió al día siguiente, no se dio cuenta del cambio.
Fue recibido por su padre con los brazos abiertos, y cuando el viejo supo de las virtudes de la mesita, quiso pavonearse ante los vecinos. Claro está que cuando el joven dio la orden, la mesa no se cubrió de nada. Y los vecinos se fueron riéndose del sastre.

El segundo de los hijos había conseguido trabajo en un molino. El molinero le tomó afecto, y cuando fue avisado por el joven de su retorno al hogar paterno, hízole un regalo.

Le dio un asno prodigioso que, cuando se lo pedían, arrojaba monedas de oro por el hocico.

Partió el joven y fue a hospedarse donde se había alojado su hermano mayor. Se sentó y pidió de comer, encargando al posadero que cuidara muy bien del asno porque tenía la virtud de arrojar monedas de oro. Esto fue comprobado cuando el joven le pidió al burro, monedas para pagar la comida.

- Este burro me vendría muy bien – se dijo el posadero – y por la noche, aprovechando el pesado sueño del joven, fue al establo y cambió al burro mágico por el suyo.

Cuando el viajero marchóse al día siguiente, no sospechó nada del cambio de los asnos. Cuando llegó a la casa del padre, fue recibido con los brazos abiertos, y cuando el viejo se enteró de la virtud del burro, invitó a todos sus vecinos para que vieran el milagro.

Es obvio que cuando el joven dio la orden, el burro permaneció impasible y no arrojó nada. Entre risas y burlas, se fueron los vecinos y el viejo volvió a su costura.

El tercero de los hijos había encontrado trabajo en el taller de un tornero, y como lo quería mucho, cuando fue avisado de su retorno al hogar paterno, le hizo un regalo.

- Toma este costal – le dijo – Dentro hay un palo. Basta que le sigas: “¡Palo, sal del saco!”, para que se ponga a moler las costillas de quien te ataque.

Partió el joven llevando consigo el costal, y fue a parar en la misma posada donde se alojaron sus hermanos. Pero al sentarse a comer, oyó al posadero que relataba con risas la mala pasada que había jugado a sus hermanos. Entonces, decidió darle su merecido.

- Me voy a dormir – dijo el joven – Posadero, indíqueme mi habitación. Pero me llevo mi saco, del que no me separaría por nada del mundo.

Como el pícaro posadero comenzó a maliciar que aquel saco debía contener algo muy valioso, resolvió robárselo. Llegada la medianoche, se acercó de puntilla hasta la cama del joven, y cuando ya estiraba el brazo para coger el saco, muchacho, que fingía dormir, gritó:

- ¡Palo, sal del saco!

Y el palo comenzó a dar una soberana tunda al pícaro posadero. El sinvergüenza gritaba pidiendo perdón.

- Te perdonaré enseguida, pero devuelve lo que robaste a mis hermanos – respondió el joven.

Y entre saltos y gritos, devolvió al muchacho la mesa mágica y el burro prodigioso, con los cuales llegó a casa de su padre, quien lo recibió alborozado. Entonces mostró a su padre los tres regalos mágicos. Y cuando los vecinos fueron invitados, esta vez sí que la mesa se cubrió de sabrosos manjares y el burro arrojaba relucientes monedas de oro.
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