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Había un rey muy avaro que tenía por nombre Midas. Era fabulosamente rico, pero siempre estaba deseando ser más rico todavía. No daba limosnas jamás y los necesitados salían de palacio desairados.

- ¡Cuánto daría por ser el rey más rico del orbe! ¡Quisiera tener más oro que nadie! – decía, a cada instante.
Una mañana, cuando desayunaba, se le apareció un duende.

- Ya lo ves: soy un duende.
- Supongo que no te quedarás a pasar muchos días. Este año no me han rendido los campos y no podemos gastar mucho en comida.
- Vengo a compensar, en algo, tu mala suerte – dijo el duende-. Pídeme la gracia que quieras y te será concedida.
- Si es cierto tu poder, ¿podrías hacer que todo lo que toque se convierta en oro? - dijo el rey.

- Pues bien: se cumplirá tu deseo – corroboró el duende y diciendo esto, desapareció diluyéndose en el aire.

El rey Midas, para cerciorarse de la magia del duende, cogió unas monedas de cobre y plata.
Apenas las hubo tocado, las monedas se convirtieron en otras de reluciente oro.

- ¡El duende tenía razón! ¡Qué prodigio! – exclamó, fuera de sí, el rey, encendidos los ojos de la avaricia.

Luego, tocó un jarrón de porcelana y éste quedó convertido en oro. Tocó todos los cubiertos de mesa, que eran de plata, y al momento se convirtieron en oro. Y así, muy contento y cada vez más lleno de ambición, el rey Midas fue tocando cuantos objetos tenía al alcance, quedando convertidos en oro. Ya el soberano estaba cansado de tocar objetos, y como sintió hambre, pidió que le sirvieran la comida.

Cuando le trajeron en un azafate su comida, al querer comer un trozo de pan, éste se convirtió en duro pedazo de oro. El rey quedó pensativo. Fue a beber vino y, al coger el vaso, éste y el líquido se convirtieron en oro.

- ¡Oh, no puedo comer! – dijo, tristemente, el rey Midas.

Fue a su biblioteca a leer, pero, al coger un libro, éste se transformó en un pesado bloque de oro. Cada vez más preocupado, el rey intentó acariciar a su gato favorito, y lo convirtió en una estatua de oro. Quiso aspirar perfume de una bellísima rosa, pero, al tocarla, la rosa se convirtió en oro.

Ya fuera de sí quiso distraerse dando una cabalgata en su famoso caballo blanco. Pero apenas tocó al precioso animal, éste quedó convertido en estatua de oro. Entonces, el rey comenzó a llorar sin consuelo, y al ser escuchadas sus sollozos por su única hija, vino ésta presurosa a acariciarlo, dándole frases de consuelo.

Mas, cuando el rey tocó a su hija, ésta quedó convertida en estatua de oro.

- ¡Maldito oro, déjame vivir en paz! ¡Todo cuanto he tocado se ha convertido oro, y hasta mi única hija ha pasado a ser estatua! ¡Duende mágico, ten compasión de este rey, que cegado por la ambición de riquezas, es ahora el más desdichado de los mortales!

Apareció de nuevo el duende y, apiadado del rey, despojó a éste del don de convertirse en oro cuando tocaba.

- Ahora, rey Midas – le dijo -, que esto te sirva de lección y comprenderás que el oro no es la base de la felicidad, y que la avaricia es fuente de desdichas.

El rey Midas dejó su codicia y compartió sus riquezas entre los pobres. Así fue muy querido por todos.

Fin
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