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EL REY DE LA MONTAÑA DE ORO

Este era un acaudalado mercader, que tenía la esposa más buena y dos hijitos que eran unos angelitos.
Un aciago día, naufragaron sus dos barcos en los que iba toda su fortuna, y el mercader quedó arruinado. Lo único que le quedó fue una pequeña tierra de labranza.

Un día, en que se paseaba por la heredad, se le apareció un enano negro que le dijo:

- Yo te devolveré tu fortuna, si prometes entregarme, dentro de quince años, lo primero que toque hoy tu pierna, cuando regreses a tu casa.

El hombre pensó que lo primero que rozaría su pierna sería su perro, que siempre salía jubiloso a recibirlo, y contestó muy gustoso que aceptaba.

Pero al entrar a su casa fue su hijito menor quien le abrazó las piernas. El mercader se horrorizó de momento, pensando en el convenio que había hecho con el enano negro, pero pronto lo olvidó con el hallazgo de una fortuna, que halló dentro de un cofre abandonado en el sótano.

Los años iban pasando y, a medida que transcurrían, el mercader iba volviéndose triste y preocupado.

- ¿Por qué estás así, padre mío? – le preguntó el hijo.

El padre le refirió, entonces, la historia del enano. El muchacho lo consoló diciéndole que no se preocupara.
Y cuando llegó el día en que debía ser entregado al enanillo, se dirigió al campo acompañado de su padre. Allí se les presentó el hombrecillo, que reclamó el cumplimiento del pacto.

- Engañaste a mi padre y no tienes derecho alguno sobre mí – dijo el muchacho.

- Sí que lo tengo – afirmó, disgustado, el enano.

Se entablo una discusión, hasta que fue arreglada en el sentido de que el jovencito sería abandonado a la corriente de un río, dentro de un bote.

El padre regresó a su casa llorando desconsolado, pues pensó que su hijo perecería. Pero, por fortuna, éste, después, de tanto navegar, arribó a una playa, frente a la cual se alzaba un majestuoso palacio. Cuando llegó a una espaciosa sala vio que una serpiente estaba enrollada en un cojín. El joven huyó creyendo que la serpiente podía morderlo.

- No huyas, muchacho – dijo ella – Soy una princesa encantada, y si eres valiente, como pareces, podrás desencantarme. Sólo tienes que estar callado durante tres noches seguidas, en que doce hombres vendrán hacerte hablar.

El joven soportó la prueba durante tres noches, logrando que la serpiente se convirtiera en una bellísima mujer, dueña de una cuantiosa fortuna. Se casaron y fueron felices.

Un día, el rey de la montaña de Oro, que así era conocido el hijo del mercader, quiso ver a sus padres.
- Convenido – le dijo su esposa –. Toma este anillo. Si le das una vuelta en el dedo, podrás trasladarlas a las personas que desees al sitio que te plazca. Pero no lo uses jamás conmigo ni con tu hijo.

El dio la vuelta al anillo y, en el acto, estuvo en la casa paterna. Abrazó emocionado a sus padres, y a su hermano pero como ellos no dieron crédito a su historia, dio una vuelta al anillo y deseo que su mujer y su hijo se presentaran, y éstos aparecieron de inmediato.

La princesa fingió perdonar la desobediencia de su marido, pero un día que estaban sentados a la orilla de un río, él se quedó dormido. Ella le extrajo el anillo mágico y regreso a su palacio.
Cuando despertó el hijo del mercader, lloró a su esposa y a su hijito. Se puso a buscarlos y se hizo el firme propósito de no volver a desobedecer a su consorte. Apenas hecha esta promesa, en el acto se vio al lado de su esposa y de su hijito.

Como ella lo quería, perdonó su desobediencia y vivieron felices en los años venideros.

Los hermanos Grimm
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